7.23.2007



Kathe Kollwitz. Autorretrato, 1924

No conocí a mi abuela, pero cuando hablan de ella pienso en esta obra de Kollwitz. Dicen que mi abuela cocinaba muy bien. Sería genial verla dibujarse los brazos para comenzar, dibujar la cocina, las ollas, los platos.

Manuela era su nombre. Fue hija única de una mujer huérfana. Manuela tampoco conoció a su padre, vivían en Cucurpe solas ella y su madre Felipa. Dicen que Felipa era una mujer grande, muy fuerte. Cuando recién nacida la abandonaron por fuera de una casa pudiente y ahí la criaron desconocidos. Al crecer, Felipa ayudaba con los quehaceres a cambio de techo y comida, y cuentan que la gente de esa casa la amó como familia.

Cuando muy joven se embarazó de Manuela y se fue a una casita pequeña. Dicen que mientras cocinaba sus potajes (revolturas de lo que hubiera con huevo) hacía con el puro olor de la comida que todos sus nietos se levantaran de la cama. Mi madre la recuerda de espaldas, oculta en su faldón, quebrándole el cuello a las gallinas. Cuando mi madre la visitaba por el verano, Felipa le contaba historias del pueblo y los Apaches.

Comenzaba -dice mi tía Elvia- con la calma que heredó mi madre. Narraba con preocupación, como si estuviera revelando algo muy íntimo:

Ay mija, esto le pasó, aquí en Cucurpe, a una vecina muy linda, muy seria que yo tenía.

Pues mira, una vez que los hombres del pueblo se habían ido a arrear ganado, las mujeres nos quedábamos en casa haciendo los deberes. Ya por la tarde, de todas las casas salía el olor de las tortillas de harina. Las mujeres del pueblo llenaban, como yo, todas las mesitas de la casa con las tortillas, porque ya sabes que hay que separarlas con tal de que no se peguen.

Uno de esos días un joven Apache merodeaba. Las mujeres le tenían pavor, porque los Apaches solían ser muy crueles, incendiaban las casas con la gente dentro, les robaban y violaban.

Contaba Felipa que el Apache comenzó a golpear la puerta de una de las casas. La mujer, desde dentro, le decía que se fuera. El Apache respondía que tenía hambre, que no la quería lastimar, que se iría cuando la mujer le diera una tortilla. Aquí mi madre, cada que cuenta esta historia de Felipa, hace un silencio larguísimo moviendo con preocupación la cabeza.

Después continua: Al final, la señora de la casa le contestó al Apache que estaba bien. Mira - Imitaba mi madre la voz de Felipa- abriré sólo un poco la ventana, entonces tú metes el brazo y yo te doy la tortilla. El apache obedeció, pero la mujer, como estaba convencida de que el hombre le haría daño, al tener éste el brazo dentro, se lo lazó, y comenzó a tirar de el hasta arrancárselo.

Cuando los hombres del pueblo arrivaron se pusieron en alerta, pues estaban convencidos que los Apaches llegarían a quemarlo todo, a matarlos. Pero ni esa noche, ni las otras que siguieron, los apaches regresaron al pueblo. Felipa decía que jamás podría olvidar el terrible llanto del Apache desvaneciendose en la lejanía, ni la niebla que le quedó sobre la mirada a la mujer que le arrancó el brazo.

A mí la historia me trajo consecuencias, por ejemplo de pequeña, cuando se le safaba el brazo a una muñeca, me invadía un terrible sentimiento de culpa, también, en las comidas, titubeaba al tomar una tortilla. Ahora no me sucede eso, pero cada que hablan de Felipa o de Manuela, las imagino con el carbón de Kollwitz entre los dedos, dibujando por todos los muros de la casa interminables brazos.

7.21.2007



Giacometti está en el sofá verde, frente a la lenta negativa de mi abanico de pedestal, con la mirada en el techo de los días, como Catalina de Bahía. Esperamos algo de lluvia. Canta Papazoglou. Preparo el café. Se dispara la ambigûedad de la distancia.
Esto se llama destino:
estar enfrente y nada sino eso,
y siempre enfrente.

(Rilke)

7.18.2007

O el pozo era muy hondo o ella caía
con la lentitud de un pájaro, pues
tuvo tiempo, durante la caída, de
mirar atentamente a su alrededor
y preguntarse qué iba a suceder a continuación.

(Alejandra Pizarnik)

7.05.2007

Paloma kamikaze

Vuela una cabeza con el cuerpo adelantado
el cuerpo ido en la vía
la cabeza con alas venida abajo
en la boca una miga de sueño
en las alas la voluntad del desastre
en los ojos la ciudad
de lado a lado
como los barcos pequeños cuando hay viento.

7.04.2007

venebici

Medusas y tortugas bobas

Me quito las sandalias en la arena. Cuando por fin encuentro sitio frente al mar tiendo una toalla, en eso se abalanza un vendedor ambulante ataviado con tiras repletas de pegatinas: tatuaje, ¿quiere tatuaje? Yo le digo que no, pero que hay mucha gente y de seguro los venderá todos. Toda esta gente (me contesta), está esperando que coman unas tortugas bobas que han soltado al mar para que acaben con la plaga de medusas.

Yo había mirado a las cazadoras flotando lentamente en un video del telediario, en busca de sus transparentes presas. Y es que los bañistas se quejaban de que las medusas habían tomado el Mediterráneo, y si alguno se hacía el valiente y entraba al mar, salía en brazos de rescatistas con el cuerpo hecho una braza por las picaduras.

Así que el agua está sola. Los bañistas han optado por tumbarse semidesnudos en la arena a esperar que salgan las tortugas. El sol recrea la longitud del día en la piel de los vacacionistas y los vendedores ambulantes, con una gran sonrisa, han puesto sus tendidos a lo largo del Paseo Marítimo.

Todos los ambulantes sostienen un hilo, este es un mecanismo que ellos se han inventado: cuando llega la poli tiran del hilo y la manta blanca, que hace las veces de boutique, se convierte en un bulto relleno de bolsos piratas y demás accesorios.

Triste, me doy cuenta por sus miradas que ha llegado la poli, los vendedores se echan a correr haciendo volar la manta blanca, que ahora es más bien un globo obeso. Los ambulantes corren sin parar, sin voltear atrás. La gente les sede el paso chiflando, haciendo payasadas y gritando: ¡corran corran! (entre otras frases, algunas con tono gacho, otras apoyando).

Los ambulantes han convertido el Paseo Marítimo en una pista de carreras que me recuerdas a las Olimpiadas, aventajando por mucho a los policías, con sus piernas negras y largas y la mirada echada al mar, talvez devolviendo el aliento a su tierra en el sueño de una patera. Los corredores desaparecen en la profundidad del asfalto.

Esta tarde las tortugas bobas meriendan medusas y los mossos d´esquadra (así se llaman aquí los policías) tiran al suelo sus gorritos a la vez que intentan recuperar el aliento. Los bañistas ni se inmutan, delirantes ya por la deshidratación. Esta tarde me invade la euforia por el triunfo de los ambulantes entretanto el blando cuerpo del mar se desvanece en la boca de las tortugas. Algunas medusas con algo de suerte escaparan.

v

Hermosillo, Sonora, Mexico

algunos lugares

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