8.01.2007

Nubes de poliestireno (para Gilda)

Con una navaja en la mano. Así me recibía. Me pedía que dejara la puerta abierta, me daba un beso apurado en la mejilla y se tiraba al suelo a navajear bloques de unicel. Mientras conversábamos volaban los trozos blancos, produciendo una nevada que nublaba sus grandes ojos negros de una forma inacabable para mi memoria, bellísima.

Se reía en medio de la locura de su brazo serpenteando la navaja. El piso de su casa estaba cubierto por capas y capas de fragmentos celulares y blancos.

La conocí en la escuela, en una clase de escenografía. Recuerdo su silencio. Sus labios sellados frente al vaso de hielo seco en la cafetería, mientras sentada, movía sus pies al ritmo de la rola que sonara en los audífonos. A veces me sentaba con ella y entre tanto callar nos hicimos cercanas.

Siempre estaba girando su espacio. Movía los muebles y los miraba fijamente, parecía buscar un dibujo en los huecos que se hacían entre el sofá y la cama, entre la silla y la tele. Espacios perfectos donde reposara el aire. Luego se sentaba de nuevo en el centro de la pieza, respiraba, bebía café, ponía música y se levantaba a voltearlo todo, otra vez.

Un día me dijo que nuestra identidad incluía una silla, la cocina, la ventana, el tablero de ajedrez, el maniquí que tenía sobre la mesa y todas las partes de nuestro cuerpo que alcanzáramos a ver. Estamos dentro de nuestra inmediata lectura del mundo (decía) están ahí nuestras manos y pies, nuestro torso, la realidad siempre impregnada de nosotros.

Aunque somos un punto en el espacio (añadía quitándose los pequeños fragmentos blancos de sus brazos), cada mañana frente al espejo, con la boca atestada de dentífrico, somos de nuevo torpes y gigantes. Nuestro reflejo es la foto de un convicto violentado por la noche, apañado apenas por la policía, confuso, terrible.

Cada mañana, nace en las pupilas de ese desconocido que vemos en el espejo, la inmensidad. Entonces nos miramos como la primera vez que vimos el mar. Ahí, en nuestros ojos idiotas puede que se estire una sonrisa que nos empuje el cuerpo a la calle para sin darnos cuenta de nada, andar.

Después de decir esto me miró sonriendo, la recuerdo bien en medio de su rápida y filosa maniobra, completamente velada por la lluvia de unicel.

Cuando me acercaba a su cuadra las piernas me temblaban, pues sabía que pronto mis pies tocarían las nubes. Al llegar sentía el alivio de mis pasos flotantes sobre los trozos de poliestireno. Nunca supe que tan lejos me encontraba, cuando estaba frente a ella, del suelo. Sólo sé que flotaba y ella se reía al ver en mí ese gesto inofensivo, se enternecía cual si viera a un gato enredado en un atillo de estambre. A mí, la única certeza que me queda es que cada que iba a visitarla olvidaba mi cuerpo dentro de su casa.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

pinchi morra... gracias! me guardo el cuento junto con mis recuerdos, aquellos eternamente inolvidables, jeje, besos y mi amor ya tù lo sabes...

venecia lopez dijo...

Lo sé. Besos, Chata.

overcast dijo...

un abrazo a las dos damas encantadoras.

v

Hermosillo, Sonora, Mexico

algunos lugares

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