5.29.2010

ciudad pintada con té

las infusiones de Elektra. Barcelona. 2008 

La joven de gran nariz asoma por la ventana. El autobús arranca. El agudo perfil de la joven recorta la ciudad que a medida que avanzamos se convierte en un paisaje veloz.
Después de unos metros gritan “bajan”. El cuadro perfecto que hace el perfil de mi compañera de viaje se ve intervenido al estacionarnos en un edificio rayado con grafiti trepe. Ahora es un cuadro gótico con inscripciones.
Volteo hacia los pasajeros para ver si ellos lo saben. Algunos lo miran, quizá reconocen la luz que brilla al fondo de la ventana como el oro, posiblemente a otros el perfil de la nariz pronunciada les ha dado una pista.
Los de enfrente observan desorientados. Será que intuyen en el trazo trepe (ese que sólo se hace en los lugares altos) la acrobacia de una escritura parecida a la incertidumbre. Noto que los de al lado voltean apenas con el rabillo del ojo. A estos últimos estoy segura que no les gusta el arte gótico. Aún así, la escena del día ha cambiado.
“En la ciudad ya no se sabía demasiado de qué lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo. “ Lo dice Julio Cortázar en un cuento, también relata la inquietud de una niña por utilizar una tiza que le robó a un profe en el colegio.
No todos robamos una tiza para usarla sobre el muro. No todos dominamos de esa manera el miedo; pero es indudable que siempre, como el personaje de Cortázar, pretendemos un dibujo. Lo veo en el paletero que mira al horizonte mientras me da un helado. Lo veo en los niños haciendo rulitos con un palo en la tierra. Lo veo en los acompasados dedos que van y vienen sobre la piel de los novios colegiales.
Dibujamos para sostener lo inasible. Trazamos líneas en el aire que está en medio de las cosas. Hacemos, constantemente, una estructura para comprender el mundo. Dibujar es construir un andamio para la mirada. Y subir a ese andamio es tocar la belleza.
Algunos artistas se llevan el andamio a los museos. Esos recintos silenciosos que guardan la obra en las ciudades. No todo lo que está dentro de un museo complace, pero eso es bueno porque cuando sucede, se puede distinguir en ocasiones una particular belleza, que fue revelación para otros ojos y ahora, convertida en una pieza de arte, nos revela algo de nosotros mismos. Esa belleza nos refleja y por eso abisma; y tan sólo advertirla es gozo y a la vez escalofrío.
Hace poco leía en un diario que el museo es un depósito de miradas. Un espacio donde todos, incluso los desamparados, debieran tener cabida. En la nota, un enfermo mental era más acertado para describir una obra que el guía, éste último lo celebraba. Conocer la manera en la que otros perciben el mundo agiganta la mirada y nos vuelve sin duda más humanos.
Pronto estará en la ciudad la obra de Luis Nishizawa. Ese pintor que al estar frente al lienzo recuerda el color de las flores que de niño encontró una vez sobre la mesa de su casa. Eran muchas, dice. Después supo que en los pueblos, cuando muere un niño, se llena de flores la mesa y ahí se pone el ataúd. Las flores eran para su hermano. ¿Qué será para nuestros ojos encontrar en sus cuadros esos tonos amarillo oscuro que tenían las flores?
Bajo del autobús en un café del centro. Dibujo sobre una servilleta el cuadro gótico que vi a bordo, con manchitas de té agrego flores.

6 comentarios:

miranda miranda dijo...

yo pude ser esa chica en el camión. lindo texto como los pájaros.

lara dijo...

magico, me encanta

venecia lopez dijo...

gracias!

Alejandra Meza dijo...

Me encanta lo que dices sobre el dibujar, de pronto entiendo como que todos vamos dibujando por la vida. Universalizas el concepto. Qué bonito!! :)

venecia lopez dijo...

gracias Alejandra, me da gusto que se lea así :)

K dijo...

Leí esto y escribí.

v

Hermosillo, Sonora, Mexico

algunos lugares

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