8.16.2008

postales de garibaldi

para Óscar, Pío e Iván.

El viento de semana santa hace un dibujo ágil con papeles y bolsas de plástico en la banqueta. Los mariachis en su compleja indumentaria aguardan. A la orilla de la calle titilan con la silueta recortada por los faros de los autos. Se ven amenazantes, como si esperaran el momento de treparse a los coches que pasan, adueñarse del volante y tirar a todos los tripulantes por la ventana. Pero lo que sucede en realidad es que hay mucha competencia en la plaza, por eso cada mariachi tiene un delegado que arroja su cuerpo a los autos para conseguir con anticipación al cliente.

Al tiempo que caminamos hablas de los cocodrilos que viste en Nayarit. Dices que son animales enormes de mirada burlona, macabra, adormilados por los rayos del sol como si estuvieran en un fumadero de opio. Yo nunca he visto cocodrilos, ni tampoco un fumadero de opio, pero mientras avanzamos veo policías con esa justa mirada de reptil adormilado, recargados en cada esquina del centro histórico, empeñando su cuerpo contra la luz de los faroles, mientras la basura flota haciendo su danza lenta en el fondo brevemente iluminado.

Sobre las baldosas del Eje Central los ambulantes construyen una vía de zapatos usados. Las zapatillas tienen las puntas como ojos concentrados en nuestro camino. Algunas se ven trágicas porque han perdido el par. La gente de reojo las mira. Nadie las levanta. Mientras se consume la noche se quedan iluminadas a tres cuartos por la luz de los neones que invitan a los table dance.

Ahora los mariachis le cantan a una familia que apenas baja de un taxi. El tiempo se detiene en ellos recordándome una fotografía vieja, familiar. Ahora cantan los niños, cantan los padres, los abuelos, cantan todos dentro de su abrazo rodeados por la silueta de cinco sombreros y una gran coraza acustica.

Hay dos perros en Garibaldi, gordos y dueños de la plaza, que caminan con autoridad entre los músicos. Uno de ellos (el blanco) es tan grande que parece como si se hubiera comido a una persona. En seguida vemos como el perro mira a la gente que en la acera el alcohol deja horizontal. En la plaza hay muchos que duermen entre los que bailan y tratan de cantar algo en español, entre vendedores de chalinas y gente con el rostro inescrutable.

Los perros giran sobre su eje una y otra vez. Parecen felices de estar allí. Nosotros volvemos la mirada sobre el suelo como si el camino nos fuera a descifrar algo en la cara. Nada. La risa quizás. Esa risa por nada que a veces surge de mirarnos a los ojos en sitios tan desconocidos.

En la pulquería se acerca un señor a la mesa contigua, cantando como si fuera la única voz, canciones tristes y anónimas, acompañado de una guitarra de sólo tres cuerdas. Después llega el mariachi con toda su artillería musical a desbaratar el canto del amigo que sólo mira ya sin tocar. Estamos en el imperio del sonido, dice el Pío, desarmado por la ternura del cantante que ha parado de darle a su instrumento y que ahora sólo mira, encogiendo los hombros y con la guitarra meciéndose sobre su pecho.

Al salir de la pulquería, bajo la escultura de José Alfredo, un hombre con la mirada triste, cierta urgencia, y los bolsillos llenos de globos alargados, nos narra sus años de payaso. Y así, mientras estira el hule de colores, nos construye con sus manos algo parecido a un corazón.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

perros!

saludos V

gilda

overcast dijo...

que linda crónica. recuerdo esa noche, ese payaso, ese corazón.

María Desastre dijo...

lindos los tres y linda tú..
saludos y buena suerte

Miguel Fernandez dijo...

Saludos, Venecia.

MUNICIPALITOS dijo...

que encantadora crónica. casi chillo.

v

Hermosillo, Sonora, Mexico

algunos lugares

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